El desarrollo de un nuevo fármaco o vacuna es uno de los procesos científicos más complejos, costosos y trascendentes para la salud humana y animal. No se trata solo de generar conocimiento innovador, sino de aplicarlo rigurosamente para transformar una idea en una herramienta terapéutica segura, eficaz y accesible. Desde la hipótesis inicial en el laboratorio hasta la aprobación para su comercialización, este camino refleja el valor estratégico de la investigación científica y tecnológica para el bienestar colectivo.
En este contexto, las recientes Resoluciones 333 y 338/2025 del Senasa, que introducen mecanismos abreviados para el registro de productos veterinarios basados en la equivalencia con antecedentes en países de referencia, merecen una reflexión profunda. Si bien la intención de agilizar procesos es comprensible, estos atajos pueden poner en riesgo la sanidad animal del país y generar competencia desleal en el mercado.
Evaluar un producto veterinario no es una mera formalidad: es una garantía sanitaria. Cada etapa del desarrollo —desde la investigación inicial, pasando por los estudios clínicos, hasta la evaluación poscomercialización— cumple un rol indispensable e insustituible. Saltarse o simplificar estos pasos técnicos, confiando en certificados de libre venta emitidos por otros países, implica ceder nuestra soberanía sanitaria a decisiones tomadas bajo realidades productivas, epidemiológicas y regulatorias distintas a las nuestras.
Un proceso integral de registro no puede realizarse de forma apresurada ni con recursos mínimos. Requiere inversión en talento humano, tecnología y tiempo. Aquí se pretende hacer en 30 días cuando el promedio de en los países que se pretenden habilitar es de dos a cinco años. Pero sus frutos son inmensos: nuevos tratamientos que salvan vidas, controlan enfermedades, mejoran la productividad ganadera y contribuyen a la sostenibilidad sanitaria y económica del país.